
La Navidad es una fiesta religiosa que sin embargo, tiene caracter de fiesta nacional (como casi todas las fiestas religiosas). Llegadas estas fechas, grandes ostentaciones lumínicas que adornan calles y escaparates empiezan a contaminar, los árboles se multiplican, simulan cobrar vida pese a ser en su mayoría, de orígen artificial (gracias). Los villancicos se convierten en música ambiental, la figura de Olentzero o Papá-Noël en omnipresente, los niños y niñas de San Idelfonso cantando el gordo, las angulas o las gulas en la mesa, las mesas con cantidades ingentes de comida, el turrón y el cava, los Xmas de felicitación, la cabalgata de los Reyes Magos, las grandes superficies atiborradas de gente comprando compulsivamente, las obligadas visitas a los parientes y un sinfín de actuaciones que cada año cobran vida en la misma época nos incitan a consumir irreflexivamente apelando a los valores que los cristianos se atribuyen y que dieron orígen a la festividad.
Encontramos en la Navidad una época perfecta para el consumo irrefrenado y para la manipulación sutil y no tan sutil que obliga a hacer regalos a familia, amigos... sin saber muy bien el porqué, a sentarnos a la mesa durante las tediosas comidas de empresa con aquellos compañeros/as o jefes con los que nada tenemos que conversar.
¿Hay algo más triste que sentarse a la mesa con alguien al que nada tienes que decir?
Quizá el ser humano no acabe de creerse eso del paraíso. Quizá necesitamos una época a lo largo del año en la que sentirnos buen prójimo, buen/a amigo/a, buen/a hijo/a, buen padre, buena madre, buen amante...eso sí, no haciendo una introspección en nuestras vidas y en nuestro día a día, sino utilizando la cartera y a golpe de billete, mostrar lo mejor de nosotros mismos.
Encontramos en la Navidad una época perfecta para el consumo irrefrenado y para la manipulación sutil y no tan sutil que obliga a hacer regalos a familia, amigos... sin saber muy bien el porqué, a sentarnos a la mesa durante las tediosas comidas de empresa con aquellos compañeros/as o jefes con los que nada tenemos que conversar.
¿Hay algo más triste que sentarse a la mesa con alguien al que nada tienes que decir?
Quizá el ser humano no acabe de creerse eso del paraíso. Quizá necesitamos una época a lo largo del año en la que sentirnos buen prójimo, buen/a amigo/a, buen/a hijo/a, buen padre, buena madre, buen amante...eso sí, no haciendo una introspección en nuestras vidas y en nuestro día a día, sino utilizando la cartera y a golpe de billete, mostrar lo mejor de nosotros mismos.